viernes, 2 de enero de 2009

Juguetes rotos

Siempre me han gustado las tiendas de juguetes.

Hasta bien entrada la edad adulta, año tras año, me gustaba darme una vuelta por alguna de ellas, ver su escaparates y exposiciones, descubrir que habían ideado los fabricantes para la temporada. Los juguetes estaban a tu alcance, se podían tocar, se podía jugar con ellos. Pero fueron llegando las pilas, las baterías, los videojuegos, las videoconsolas y todo cambió inexorablemente.

Cerca de donde vivo, existe una sucursal de una famosa multinacional dedicada a la venta de juguetes (vamos a llamarla, no sé, Toys´R´Us, por ejemplo). Por estas fechas, hay a su alrededor un vaivén constante de vehículos y gente.
Padres solos -o lo que es peor: acompañados de sus hijos- acuden aquí para elegir y/o comprar los juguetes de Reyes.

Solía darme una vuelta cada año para continuar con mi costumbre, pero hace ya varias temporadas que dejé de hacerlo (al menos, en esta tienda). Y es que, invariablemente, acababa mi visita con una sensación de tristeza.

Verán, a mi entender, una tienda de juguetes debería ser -¿ por qué no ?- como Oz, como el País de las Maravillas, como la Fábrica de Chocolate, y uno debería sentirse como Dorothy, Alicia o Charlie... en su lugar, te encuentras con una gran nave repleta de fríos pasillos, pobremente iluminados con mortecinos fluorescentes , y estanterías repletas de juguetes... embalados en sus magulladas y sucias cajas.
Debería creer que soy Harry Potter, pirata, astronauta o superheroe, y lo que me siento es mozo de almacén.

De lo poco que hay para tocar, mejor no hablar.
La zona de peluches parece un zoológico devastado por una epidemia: "Madagascar" y "28 días después" en un mismo pase; los muñecos se amontonan, unos sobre otros, en grotescas posturas, o yacen esparcidos por doquier, a la espera de que alguien (que nunca llega, ya que la empresa utiliza el mínimo personal posible) los deposite en alguna estanteria.

Y después estamos nosotros, la gente. Por una cara alegre, ves diez de fastidio. Ya sé que es malo generalizar, pero creo que algo falla cuando un padre acude a la tienda con su hijo para que le señale el juguete que quiere y lo compra delante de sus narices (después nos quejaremos de esa juventud sin ilusiónes que con tanta inconsciencia amamantamos).

A la salida, utilizando un solicitadísimo rollo de papel corporativo que la empresa pone a disposición de sus clientes (para ahorrarse más personal), los adultos envuelven -torpe y apresuradamente- de regalo sus compras bajo la atenta mirada de los chavales. ¿Para qué? ¿Donde está la sorpresa?

Acabamos aplicando el principio de mercado a cualquier actividad que realizamos, convirtiendo lo mágico en rutinario.
A Charlie le gustaba la Fábrica de Chocolate, no los hipermercados ; Dorothy quería seguir el camino de baldosas amarillas sin tener que empujar un carrito de la compra; Alicia nunca pensó que para entrar en el País de las Maravillas debería pagar en efectivo o con tarjeta.

Mundo de adultos con complejo de Peter Pan, comportándose como niños, queriendo dar marcha atrás al reloj; y de niños prematuramente adultos, aburridos antes de saber qué es el aburrimiento.

Todos siendo, sin saberlo, juguetes rotos, a la espera de que la última novedad nos arrincone definitivamente en el fondo del baúl.

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