martes, 22 de junio de 2010

Mi Angkor Wat


Este que ven arriba es mi Angkor Wat.
En Internet encontrarán imágenes mejores que ésta, instantáneas preciosas de él al amanecer, sin toldos verdes tapándole las reformas, con los estanques rebosantes de agua, reflejándolo en perfecta simetría, o repletos de nenúfares en flor. Pero ninguna de ellas me sirve para contar mi experiencia, en ellas aparece el templo de otros. Éste es el que sentí yo.

Empecé a escribir sobre Angkor Wat teniendo en la cabeza un batiburrillo de referencias previas, datos técnicos e históricos y vivencias propias que me impedían concretar un texto. Al final, despues de mucho, cortar, pegar y borrar,  lo mandé todo al carajo y decidí que era mejor dejar los datos técnicos para otros que los explican mucho mejor que yo, convertir las referencias previas -en este caso cinematográficas- en preámbulo (vease "Preludio a Angkor Wat") y centrarme en mi experiencia.

Los templos angkorianos y preangkoprianos son el principal gancho turístico de Camboya. Hablo de turismo convencional (del sexual posiblemente les hablaré en otro post). Habré visitado más de una docena en mis 15 días de estancia en el país, cada uno de ellos con alguna característica que lo hace único a mis ojos. Pero Angkor Wat es otra cosa. Su grandeza se intuye ya bastante antes de adentrarte en él.

Mi primera visita desde Siem Reap (ciudad logística para la visita de templos) fue al complejo de Angkor Thom, del que ya les hablaré otro día. Para llegar ahí la carretera, en uno de sus tramos, discurre paralela al canal de 200 metros de anchura que circunda Angkor Wat. Desde el vehículo en marcha, ya podía contemplar en la lejanía, recortadas contra el sol de la mañana, sus cinco torres y la emoción se apoderaba de mí.

photo by Jurvetson (flickr)

Aquel mismo día por la tarde, temblaba con una excitación casi infantil mientras cruzaba la pasarela de piedra que atraviesa el canal y te lleva a la puerta de entrada del recinto exterior. Antes de atravesarla, Samu, nuestro guía, nos para bajo una palmera (el calor es insoportable) y empieza a explicarnos la historia del templo. Me siento como un niño al que llevan por primera vez a un parque de atracciones y tiene que hacer cola. No puedo evitar pensar, de un modo estúpido: "¿falta mucho para entrar, falta mucho para entrar? ".

Cuando acaba, Samu evita entrar por la puerta principal y nos lleva a una de las laterales, privándome de un momento mágico y triunfal que había imaginado. Tiene sus motivos: enseñarnos a Vishnú, con sus seis brazos y, oculta tras una ventana, a la única apsara -de las casi 2000 que decoran Angkor- que sonríe enseñando los dientes. Me imagino a un escultor travieso y gamberro, anticipandose 900 años al grafitti y dejando su tag cachondo, su feliz protesta para la eternidad.
Resulta curioso y da una idea aproximada de lo desprotegido que está el contenido del templo comprobar como muchas de estas apsaras tienen sus pechos brillantes y pulidos, debido al contínuo toqueteo a que son sometidos, mayormente por parte de los visitantes masculinos. Como pueden ver, la unidireccionalidad mental del especímen humano macho no conoce territorios ni respeta patrimonios.
Ya dentro del recinto, continúa la pasarela, convertida en una avenida de piedra hasta el templo. Todos nos paramos delante de los estanques que hay frente a él para inmortalizarnos en imagen. Todos queremos tener nuestra postal idéntica, la foto del catálogo de la agencia con nuestra cara estampada. Todos somos turistas (los turistas en esta época son básicamente asiáticos, con predominio de japoneses y coreanos, y los pocos occidentales que encuentro son de origen sajón). Los camboyanos no tienen cámara de fotos.

Una vez dentro del recinto templario, resulta imposible -aunque no se sea religioso- quedarse impávido ante el fervor mostrado por los creyentes que acuden a depositar toda su esperanza y devoción, a quemar incienso o a dejar donativos en moneda o billetes como ofrenda. No se si serán restos de la educación católica forzada de mi infancia o un íntimo convencimiento al que llego con la edad, o quizás sea la imponente presencia del entorno,  pero tengo la impresión que esta gente, igual que tanta gente devota, posee algo que yo no tengo y que secretamente envidio, una especie de entereza y serenidad que no creo que disponga nunca. Pronto rectifico y vuelvo al escepticismo habitual y pienso en cuanta parte de la desgracia que acarrean se debe a su sumisión, a su resignación. Que bien le va la bondad ignorante de muchos a tan pocos.

El primer nivel de Angkor Wat está enmarcado perimetramente por un pasillo columnado donde se encuentran los kilométricos (no exagero) y espectaculares bajorrelieves que describen escenas mitológicas e históricas del hinduísmo y del imperio jemer y que pueden contemplarse casi como una película siguiendo los corredores en sentido contrario a las agujas del reloj: batallas, desfiles, procesiones, y juicios finales, monos, elefantes, cocodrilos, soldados, desfilan en un recorrido -tan deslumbrante como agotador- concebido por una especie de Cecil B. De Mille jemer que no reparó en gastos ni en extras para armar este gigantesco peplum camboyano.


















Al segundo nivel se asciende por una escalinata que parte de la Galeria de los Mil Budas (ultimo trozo del video adjunto), llamada así por la gran cantidad de efigies del dios hindú que albergaba, aunque en la actualidad la mayoría han desaparecido debido al saqueo y al vandalismo. Paseo por la terraza del segundo nivel, entre escombros y restos de balaustradas, admirando las 5 torres que componen el tercer nivel y que simbolizan las montañas que rodean al mítico monte Meru (la torre más alta).



Llego hasta la empinadísima escalera de madera que da acceso al tercer nivel (esta escalera está instalada para facilitar el aceso a los visitantes. Originariamente, se ascendía por la estructura de piedra escalonada de la torre, concebida para recordar que no es fácil entrar en el reino de los cielos) . Me vuelvo a estremecer viendo como, entre jovenes monjes y turistas variopintos, gente tan mayor y ajada saca fuerzas de la flaqueza para vencer al calor y a sus propias limitaciones y subirlas. La peregrinación, la devoción con los lugares sagrados, las penitencias que comportan y las recompensas que prometen se me antojan como una especie de deporte religioso, un Mundial de la fe con medallas y podiums para el espiritu.  

Desde arriba se puede divisar el entorno selvático que rodea al templo. Mi recompensa sería que lloviera, pero me conformo con recuperar el resuello y perder la vista a mi alrededor. Cuando bajo, me siento en unos escalones de piedra. Cerca mío, algunos guías descansan de sus grupos y se cuentan sus batallas. Miro los escalones de las torres y pienso en esa lluvia torrencial cayendo como cascadas por ellos, agrisando y sacando lustre a la piedra y reverdeciendo los líquenes de sus grietas, dotando de una nueva vida más definida y reluciente a algo tan impresionante como Angkor.

Son ya las 5 de la tarde, y abandono el conjunto por la salida Este. Samu nos va a llevar al fascinante Ta Prohm, devorado por la selva, exprimido, poseido por las raices de los árboles.
Cuando dos días después, al quedarnos una tarde libre, nos pregunte si hay algún lugar que queramos volver a visitar, se encontrará con una respuesta unánime.
Yo siempre querré regresar a Angkor Wat.

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