lunes, 29 de septiembre de 2008

Murakami sabe



Esta bucólica imagen de carneros, a orillas del lago Mivätn, en el norte de Islandia, me sirve de excusa para hablarles de Haruki Murakami (Kyoto, 1949).

La caza del carnero salvaje/Hitsuji o meguru bōken" (1982) es el tercer libro suyo que leo.
En él, una foto de unos carneros pastando en las montañas es el detonante de una trama que parte de la cotidianeidad que rodea a su apocado protagonista masculino y, progresivamente se interna en territorios surrealistas, alcanzando la máxima expresión de delirio en su último tercio, en una cabaña perdida en Hokkaido (la isla Norte de Japón, en bastantes sentidos muy parecida a Islandia).
Es una novela muy bien escrita, muy divertida, pero decididamente menor en comparación con las otras piezas que conozco del autor.

A Murakami lo descubrí -como la inmensa mayoría de sus lectores en Occidente- hace 3 años con la publicación en España de la excelsa “Tokio Blues (Norwegian Wood)/ Noruwei no mori" (1987), toda una obra maestra de aprendizaje emocional convertida en libro de culto mayoritario.



La magia imperecedera de “Tokyo Blues” volvió a reaparecer, a comienzos del pasado mes de agosto, con la lectura de “Al sur de la frontera, al oeste del Sol/Kokkyō no minami, taiyō no nishi”(1992), una especie de hermana siamesa de la anterior.



A la que lean un poco acerca de este excepcional autor, observarán que los entendidos suelen dividir su obra en 2 grandes grupos: un primero conformado por novelas de tono surrealista y un segundo por las de carácter más emocional.
“La caza...” pertenecería al primero, y “Tokyo...” y “Al sur de...” al segundo.

En mi caso , y a falta de más libros por leer -en espera están "Crónica del pájaro que da cuerda al mundo"(1994) y "Sputnik, mi amor" (1999)-, la balanza de mis preferencias se decanta claramente por las del segundo grupo.
No voy a contarles nada acerca de su contenido, pero sí voy a intentar describirles el poso que su lectura dejó en mí.

Estoy seguro que todos ustedes en algún momento de su vida, mientras dormían, han soñado que tenían a su lado a la persona que siempre desearon y nunca tuvieron. En ese sueño hacen el amor, o se abrazan y se besan, o simplemente pasean juntos y hablan; es indiferente, lo importante es que son ustedes dos siendo por fín uno solo y es un sueño vívido, de un realismo sobrecogedor.

Cuando despiertan, tienen un desasosiego interior, se notan ausentes, la huella que les ha quedado es intensa, sólo quieren instalarse en ese recuerdo y saborearlo hasta extraerle la última gota de sentimiento. A ese sentir se abandonan durante horas, pero poco a poco se va abriendo paso el inexorable y penoso momento en que tendrán que rendirse y admitir que deben conformarse con lo único que les quedará: el doloroso recuerdo del sueño donde acariciaron el cielo.

Pues bien, con la materia de la que están hechos esos sueños -etérea y sublime, gozosa y doliente, liviana pero indeleble- construye el japonés sus obras, dejándote, al acabar su lectura, sumido en el más hermoso de los desamparos.

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