jueves, 16 de octubre de 2008

Apolinar

En Japón conocí a un grupo de méxicanos.
Como yo, habían venido de su país para recibir formación.
Su especialidad difería de la mía, por ese motivo solamente coincidíamos en el comedor laboral, si bien ocasionalmente nos veíamos en el hotel o camino de la estación de tren.

Eran buena gente.
Con todos ellos visité Enoshima por segunda vez, y con algunos cené en un par de ocasiones y tomé margaritas hasta dolerme la cabeza.
No siempre coincidía con el grupo en su totalidad.
Diferentes intereses y necesidades les hacía separarse y tomar rumbos distintos.

La tarde anterior a su regreso a México, camino del tren de vuelta a Yokohama, hablé con Apolinar, el más joven de ellos.

Apolinar visitaba por primera vez Japón y era de todos, con diferencia, el más afectado por todo lo que había visto; anteriormente habiamos tenido muy pocas ocasiones para hablar, pero en alguna de ellas le había manifestado mí pasión por Japón.

Quizá por ese motivo, aquella tarde, se sinceró conmigo y me contó la tristeza que sentía al tener que partir, las cosas que hubiera querido hacer y no pudo (cuesta mucho desmarcarse cuando se viaja en grupo), cuanto iba a echar de menos este desconcertante país y lo dificil que era expresar estos sentimientos e intentar ser comprendido.

Mientras hablaba, sus ojos brillaban humedecidos, iban de un lado a otro del espacio intentando atrapar el mundo que se le escapaba, mostraban los síntomas de una fiebre provocada por un virus del que ya no podría librarse nunca...

Me ví a mi mismo, 8 años atrás.

Ha pasado un año desde entonces.
El grupo de México es una estampa borrosa, así de cruel es el tiempo y la memoria.
Sin embargo, de tanto en tanto me acuerdo de Apolinar y vuelvo a ver su mirada extraviada, abierta, inabarcable...

Ojalá que algún día la vida le lleve de regreso a esas extrañas, entrañables tierras.

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