Exterior noche.
En un balcón alto de un edificio, un hombre abraza a una joven desnuda. Son padre e hija. Dos personas heridas en lo más hondo. Suena "Bibo no aozora", de Ryuichi Sakamoto. Los hermosos cielos azules.
La cámara comienza a retroceder lentamente, a alejarse de ellos, a dejarles a solas con su dolor. Sus figuras se hacen cada vez más pequeñas, hasta que ya no somos capaces de distinguirlas; el edificio donde se encuentran acaba siendo uno más de tantos en la inmensa urbe.
Cuando la cámara detiene su movimiento, tan solo nos queda en plano fijo la hermosura nocturna de la ciudad de Tokyo, su cielo ahumado, un océano de luces parpadeantes salpicado de balizas rojas... y la sensación de que te han partido el corazón.
"Qué cabrón eres, Iñárritu ! ", pensé cuando contemplé esta escena de "Babel ".
Siempre creí que la japonesa era, con diferencia, la más sincera y creible de las tres historias que conformaban la película, y que este espléndido fragmento, por sí solo, valía y decia más que todo el resto de metraje.
En aquel momento pensé que captaba a la perfección la esencia del sentimiento que me había transmitido la ciudad de Tokyo en mi primera visita, esa extraña e inevitable mezcla de hechizo y vulnerabilidad.
Volví a acordarme de ella en la segunda, contemplando desde lo alto de la torre Mori, en Roppongi Hills, la vista nocturna que ilustra esta entrada.
Esta vez, albergando una pena similar a la de los personajes: íntima, profunda, inconsolable...
Blues de Tokyo.
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