lunes, 6 de abril de 2009

Lanzarote


Como les decía en la entrada anterior, Lanzarote te hace pensar en una nueva vida.

Viajé allá, por vez primera, a mediados de 2004.
La segunda visita tuvo lugar en 2006: aunque no era el destino inicialmente previsto, una serie de circunstancias concatenadas, harto difíciles de explicar, me devolvieron allí.
En aquella ocasión, liberado de las visitas obligadas para todo neófito, disfruté de la isla aún más que la vez anterior.



Lanzarote está hecha de lava y roca, de fuego y mar, de viento y silencio; a comienzos del siglo XVIII, la intensa actividad volcánica arrasó gran parte de la zona sur de su territorio, dotándolo de una fisonomía unica, ancestral y telúrica, árida y magnética a la par.
Lanzarote podría ser el fín del mundo, o el comienzo de la vida en la Tierra.

Desgraciadamente, la isla no quedó al margen de la intensa actividad constructora que, desde mediados de la década de los 60 del siglo anterior hasta nuestros días, ha convertido el litoral español en un vertedero de hormigón y turistas. Esto es especialmente evidente en la capital, Arrecife, en Puerto del Carmen y en la zona sur, donde un lugar como Playa Blanca se ha convertido en un amasijo de hoteles, apartamentos y complejos turísticos que amenaza con devorar las cercanas y paradisíacas playas de Mujeres, el Pozo y el Papagayo.



Pero son lugares muy concretos.
En el resto de la isla flota una sensación de irrealidad suspendida en el tiempo, de no pertenencia a época o país alguno. Su geografía austera, despojada, desprovista de referentes, invita a reinventarse.

En Lanzarote se encuentra mi playa favorita.
En ella no hay surfistas, ni yates, ni tan siquiera turistas; apenas un grupo de casuchas blancas, habitadas por gente tan humilde como en tantos lugares de las islas Canarias.
Seguro que ustedes también tienen una playa soñada: es aquella a la que siempre querrán volver, donde siempre desearían estar; cuando cierran los ojos ven al sol poniéndose sobre su horizonte, notan el viento erizándoles la piel reseca, vuelven a sentir el salitre en su cabello húmedo.
Es esa donde sienten que, por fín, han encontrado la sintonía justa con el mundo.

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